Recién llegado a la vibrante ciudad de Vigo, con sus impresionantes paisajes y su prometedora oferta gastronómica, me encontraba emocionado pero completamente perdido en cuanto a dónde debería ir a comer. Vigo, con su fama de tener algunos de los mejores mariscos de España, prometía ser el paraíso para cualquier entusiasta de la buena mesa. Sin embargo, mi conocimiento sobre los mejores lugares para comer en Vigo era tan limitado como mi dominio del gallego. Esta combinación de factores me llevó a vivir una de las experiencias más divertidas y deliciosas de mi vida.
Decidido a sumergirme en la experiencia de comer en Vigo, me aventuré sin mapa ni recomendaciones, confiando plenamente en mi instinto (y en mi hambre) para guiarme. La ciudad rebosaba de opciones, desde tascas tradicionales hasta restaurantes de alta cocina, pero yo buscaba algo auténtico, un lugar donde los locales se congregaran. Después de caminar por lo que parecieron horas, mis pasos me llevaron frente a un pequeño restaurante escondido en uno de los pintorescos callejones de la ciudad. No había menú visible, solo una pizarra con la palabra “Hoy: Sorpresa del Chef”. Este misterio culinario era demasiado tentador para ignorarlo.
Al entrar, el lugar estaba abarrotado, señal de buena comida, o al menos eso esperaba. Me senté en una mesa compartida, única disponible, y antes de que pudiera decir «hola», ya tenía frente a mí un plato de lo que parecían ser diminutas criaturas marinas. Observando a mis vecinos de mesa, comprendí que la técnica correcta implicaba un movimiento de muñeca ágil y una expresión de satisfacción al finalizar. Siguiendo su ejemplo, probé mi primer percebe, una explosión de sabor a mar que justificaba su extraña apariencia.
La sorpresa del chef resultó ser un tour de force por la gastronomía local. Lo que comenzó con percebes continuó con una ración de pulpo á feira tan tierno que casi se derretía en la boca, seguido por empanada gallega que equilibraba perfectamente la dulzura de la cebolla con el sabor del atún. Cada plato era una revelación, y yo, un recién llegado deseoso de comer en Vigo, me sentía como un crítico gastronómico en una misión secreta.
La comunicación con el camarero, un señor de pocas palabras pero de gestos expresivos, consistía en asentimientos y sonrisas. Cada vez que pensaba que había terminado, aparecía otro plato, como si el chef tuviera como objetivo personal asegurarse de que nadie saliera de su establecimiento pudiendo caminar recto. Al final, cuando llegó el momento del postre, solo pude rendirme ante la tarta de Santiago, acompañada de un licor café que prometía mantenerme despierto durante días.
La experiencia de comer en Vigo se convirtió en una historia que contar, no solo por la excelente comida sino también por la calidez de sus gentes. Mis compañeros de mesa, al darse cuenta de mi fascinación (y ocasional confusión), empezaron a compartir historias, recomendaciones y, por supuesto, más platos. Lo que había comenzado como una búsqueda solitaria por algo que comer en Vigo, terminó siendo una fiesta improvisada, celebrando la gastronomía, la cultura y la hospitalidad gallega.
Al salir del restaurante, no solo llevaba conmigo una barriga llena y un corazón contento, sino también la certeza de que Vigo era un lugar especial. La ciudad no solo me había alimentado, sino que también me había adoptado en su mesa grande y ruidosa, mostrándome que, a veces, los mejores planes son aquellos que no se hacen. Y así, mi aventura culinaria en Vigo se convirtió en el primer capítulo de muchas más en esta encantadora ciudad.